“De grande quiero
ser cafetera”: lo que nos debemos
Por: Andrés Felipe Moreno Sabogal
Cada vez se le notan más las arrugas a nuestros campos cafeteros, la falta de garantías y oportunidades, junto con problemas históricos que aún esperan respuesta, le han hecho olvidar al ciudadano de a pie, su propia identidad.
Don Santos
Doña Rosa
Foto: Salomé Carvajal Vega
El Peñón - Cundinamarca
Foto: Salomé Carvajal Vega
El Peñón - Cundinamarca
El tintico que usted ha bebido esta mañana, se tomará a medio día o antes de dormir, ha pasado antes por todo un proceso, que ha resultado en ese característico aroma en taza, por una cosecha minuciosamente estudiada, por un despulpado y secado en específico para que usted prefiera ese café por sobre otros. Sin embargo, ese tintico del que tanto disfruta es probable que no haya venido de los campos colombianos, y ese característico sabor sea ajeno a su identidad.
En Colombia, hemos adoptado muy bien el café extranjero; resulta que en la mayoría del territorio es más común beber un café traído de Brasil, Perú o Ecuador, que de la Sierra Nevada, de Antioquia o Huila. Según el Observatorio de Complejidad Económica, Colombia importó cerca de $448M en café, lo que significó que la mayoría del café que consumimos los colombianos al menos en 2022 fue de procedencia extranjera. Estas preferencias en la demanda, han desembocado en la percepción de muchos caficultores locales, de falta de garantías de una competencia justa.
Sin embargo, la preferencia extranjera no es nueva, y lleva haciendo eco desde ya hace tiempo, es por ello que el sociólogo Luis Eduardo Nieto escribió en los años 40: “Si en toda existencia hay una escala jerárquica de valores, son los de índole económica los valores que vive el nuevo hombre colombiano. Hay en él un mayor acento de la utilidad” en su reconocido libro El café en la sociedad colombiana, haciendo referencia a las cadenas que ataban a la identidad cafetera con la demanda económica; lo que por supuesto, puso trabas para que el campesino pudiese sentirse orgulloso y apropiado de su identidad cafetera, mientras a su vez se ve obligado a buscar la manera de subsistir con un producto que parecía en su momento, ponerlo en desventaja. Analizar estos paradigmas nos permite encontrar la raíz a la crisis que existe hoy en los campos cafeteros colombianos, y cómo estos han trasladado su cultura a una más citadina.
El Peñón Cundinamarca - Finca cafetera, propiedad de Rosa Duarte y Santos Triana
Foto: Salomé Carvajal Vega
En lo que a identidad se refiere, podemos hablar de que Colombia ha pasado por un proceso de abandono de lo que un día nos hizo conocidos internacionalmente. Para el año 1959 había en Colombia al menos 1.022.000 hectáreas que se dedicaban al café, hoy tan solo son 842.400 según Statista. Esto deja en evidencia una problemática que desde hace tiempo persigue a Colombia. El abandono de la vida rural y con ello, el envejecimiento de nuestros campos y campesinos.
Para dar respuesta al envejecimiento de nuestros campos y cafeteros, tenemos que ubicarnos en una problemática aún mayor, la violencia y la migración juvenil rural. Los violentos procesos migratorios han causado que miles de áreas productivas, sean abandonadas o arrebatadas. La que más afectó a los campos cafeteros fue en los años 50, donde se evidenció uno de los mayores fenómenos migratorios juveniles rurales a las metrópolis. “En los años 50 se vivió una fuerte oleada de violencia, donde miles de campesinos fueron expulsados de sus tierras, por la persecución a liberales por parte de bandas de chulavitas o la misma policía”, relata Federico García, historiador de la Universidad Nacional.
Grandes zonas cafeteras como Antioquia, antiguo Caldas, Valle y Tolima, fueron protagonistas con un 63% de todas las muertes causadas por la violencia; en estos mismos departamentos se produjo una migración que representó el 45% del total de migraciones, así lo muestra Absalón Machado en su escrito La economía cafetera en la década de 1950. “La tercera oleada es durante los años 90 debido al proyecto paramilitar, en donde intencionalmente se dedicaron a arrebatarle tierras a los campesinos y aterrorizarlos. Y como ya sabemos por fallos judiciales, la apropiación de esas tierras fue legalizada y quedaron en manos de terratenientes, donde 8.000.000 de personas fueron desplazadas por la violencia sistemática”, agrega.
Todo esto causó que el caficultor más joven, sintiese zozobra al quedarse en su tierra, pues percibía que allí se le imposibilitaba progresar. “no es que creyeran que en el campo no se progresara, es que en el campo en realidad no se progresaba. Es más, hoy en día es muy difícil progresar en el campo, Colombia tiene el índice de concentración de la propiedad rural más alto del mundo” dice él, refiriéndose a una contundente verdad de nuestros campos, y causa que ha desembocado en la migración juvenil rural.
El problema de esto, dice él, parece tener una raíz primordial, “aquí nunca se hizo una reforma agraria, lo que hubiera ocasionado que el campo progresara. Se intentó hacer una vez durante el gobierno de Carlos Lleras en 1968 pero se echó para atrás con el famoso pacto de Chicoral de Misael pastrana”. Al contrario de lo sucedido en otros países, con una población rural similar al territorio colombiano, en “la tierra del sagrado corazón” nunca se realizó un proceso para ofrecerle garantías a los campesinos, lo que provocó que se exacerbara la violencia y cientos de campesinos se vieran abandonados por el estado, y casi arrinconados por actores armados que los obligaron a huir de sus tierras.
Foto: Salomé Carvajal Vega
El Peñón - Cundinamarca
“Hoy en día incluso, podemos afirmar, que la posesión de la tierra, tanto en el campo como en la ciudad, ha sido el principal motor de los conflictos en Colombia, y de los grandes procesos migratorios rurales”
Rosa Duarte
Foto: Salomé Carvajal Vega
El Peñón - Cundinamarca
Un rostro visible, con un relato de primera mano de todos estos sucesos es doña Rosa, quien desde ya hace 12 años volvió a su tierrita en El Peñón, Cundinamarca, después de un asedio de violencia que la hizo huir a la gran ciudad cuando apenas era una joven, pero al igual que su esposo “sentía que le debía algo al campo” por lo que, al volver, levantó y sacó a flote una finca que parecía estar condenada al abandono de no ser por su llegada. Ahora esas mismas hectáreas vacías y faltas de color, hoy se adornan de café, mandarina y plátano.
Sin embargo, a pesar de estar orgullosa del trabajo que como cafeteros desempeñan, no ignora los problemas que ha traído la disminución de personas que trabajan en el campo y en especial, el café. Su esposo, don Santos se encarga de recoger, clasificar, despulpar y secar, pero admite con especial disimulo que cada día es más difícil subir las empinadas lomas en las que el café encuentra morada, y a pulso despulpar en su pequeña máquina lo que suelen ser: siete arrobas de café en una hora y media.
Rosa además agrega que al menos en su experiencia, otro factor que ha causado que el campo envejezca, es que se les ha enseñado a los jóvenes que, si quieren ser exitosos deben de irse a las grandes ciudades, por lo que los jóvenes cada vez están menos dispuestos a invertir su esfuerzo al campo, “los jóvenes no quieren ensuciarse las manos, porque ellos estudian y se preparan para justamente estar lejos de estos trabajos, traiga a un joven acá… no le recoge café, porque ellos no están para eso”.
El panorama para Rosa y don santos, parece ser desmotivador, aunque felices proclaman que trabajarán su finca hasta que sus energías se los permitan, admiten que ya han empezado a buscar quien pueda apropiarse de la finca y de su producción, dándole continuidad a la cultura cafetera de la que se encuentran tan orgullosos.
Santos Triana
Foto: Salomé Carvajal Vega
El Peñón - Cundinamarca
Quien leyera los anteriores párrafos podría irse con un mal sabor de boca, propio de un café mal procesado o quemado, sin embargo, esta historia se endulza.
Dentro de este desalentador panorama, aún hay familias que le apuestan no solo al café como producto, sino que son capaces de ver el potencial cultural de vivir del campo. Es así, como una familia en una alejada hacienda del municipio de Mesitas del Colegio, en el departamento de Cundinamarca, produce café basando su proceso en la importancia de la familia. Jenny Carolina Van Doorne Gonzalez, caficultora de profesión e hija de caficultores, ha montado en colaboración con su familia, su propia marca de café, a la que ha llamado, Teshuvá.
Desde la pandemia con su esposo y sus hijos, se han encargado de mantener la finca en el lugar en el que hoy se encuentra. “Eso que dicen es cierto, que las cosas hechas con amor saben mejor”, exclama Yeni, mientras orgullosa relata cómo desde que está encargada de la finca, ha tratado exitosamente de infundir ese cariño hacia el café a sus hijos. Agrega además, que esa complicidad y trabajo en equipo es el principal secreto del delicioso sabor de su café. “En lugar de que uno esté allá en el televisor, o el otro en el internet, las labores del campo nos unen como familia”.
Se torna curioso ver de cerca una vejez caficultora en contraste con Valeria y Juan David Munera, 2 niños de no más de 10 años, que con molino en mano se colaboran el uno al otro para despulpar una carga de café; inocentes, parece ser que ellos y el campo son uno solo “echen el café” grita la niña, con tono de mando y emoción, mientras se alista para sus labores diarios en la finca.
“A mí de grande me gustaría ser cafetera, porque mi mamá me enseña”, dice en su infante alegría mientras toma un sorbo de su taza de café. Con toda propiedad del tema, como quien habla desde la experticia, relata cómo ella trabaja este producto insignia, “lo recojo, después lo seco, y ya de último se mete en agua caliente y se sirve el café”. Eso sí, el café que ella toma se lo sirven frío, así es como lo prefiere; y parece tener claro que su futuro, se haya en ese granito que junto a su madre recoge cada que hay cosecha; si no es cafetera le gustaría ser barista, pero en definitiva, planea dedicarse a esto, lo que es una luz de esperanza para personas como doña Rosa, que ve en la inocencia de esta niña, la continuidad de la cultura que a ella la hizo regresar al campo. Valeria parece tener más claro que muchos, lo que ella le debe al campo y al café.